VIDA Y OBRA

FORMACIÓN /

APUNTE DE VIAJE

NO ME NUTRO CON LAS MISMAS FORMAS QUE LOS TURISTAS...

por Ernesto Guevara de la Serna

Selección de las anotaciones de su viaje por el interior de Argentina, 1950. Tomado de Mi hijo el Che, de Ernesto Guevara Lynch, publicado en 1981

 

Las únicas provincias que quedarían sin tocar serían Salta, Jujuy del Norte y las dos del litoral.

Cuando salía de Buenos Aires, la noche del lro. de enero de 1950, iba lleno de dudas sobre la potencialidad de la máquina que llevaba y con la sola esperanza de llegar pronto y bien a Pilar, fin de la jornada según decían algunas bien intencionadas lenguas de mi casa, y luego a Pergamino, otro de los puntos finales que se me ponían.

Al salir de San Isidro pasando por la caminera, apagué el motorcito y seguí a pedal, por lo que fui alcanzado por otro raidista que se iba a fuerza de piernas (en bicicleta) a Rosario. Continuamos el camino juntos pedaleando yo para mantener el ritmo de mi compañero. Cuando pasé por Pilar, sentí ya la primera alegría del triunfador.

A las 8 de la mañana del día siguiente llegamos a San Antonio de Areco, primera etapa de mi compañero, tomamos un desayuno y nos despedimos. Yo continúo la marcha y llego al atardecer a Pergamino, segunda etapa simbólica, ya era un triunfador, envalentonado olvidé mi fatiga y puse pies rumbo a Rosario, honradamente colgado de un camión de combustible, tras del cual llego a las 11 de la noche a Rosario. El cuerpo pide a gritos un colchón pero la voluntad se opone y continúo la marcha. A eso de las dos de la mañana se larga un chaparrón que dura más o menos una hora; saco mi impermeable y la capa de lona que la previsión de mi madre colocó en la mochila, me río del aguacero y se lo digo a grito pelado chapurreando un verso de Sábato [...]

A las 6 de la mañana llego a Leones y cambio bujías, amén de cargar nafta. Mi raid entra en una parte monótona. A eso de las diez de la mañana paso por Bell Ville y allí tomo la cola de otro camión que me arrastra hasta cerca de Villa María, allí paro un segundo y hago cálculos, según los cuales empleaba menos de 40 horas en llegar. Faltan 144 kilómetros, a 25 por hora, no hay más que decir, camino 10 kilómetros y me alcanza un auto particular -en ese momento yo venía pedaleando para evitar el recalentamiento del mediodía- que paró para ver si necesitaba nafta, le dije que no pero le pedí que me arrastrara a unos 60 kilómetros por hora. Recorrí unos 10 kilómetros, cuando reventó la goma trasera y tomado descuidado fui a dar con mi humanidad en el suelo (espléndido terreno con frente al camino)*

Investigando las causas del desastre me di cuenta de que el motorcito, que venía trabajando en falso, había comido la cubierta hasta dejar la cámara al aire, lo que provocó mi afortunada caída.

Sin cubiertas de repuesto y con un sueño horrible me tiré al borde del camino dispuesto a descansar. A la hora o dos pasó un camión vacío que consintió en alzarme hasta Córdoba. Cargué los [...] trastos en un coche de alquiler y llegué a lo de Granado, meta de mis afanes, empleando 41 horas y 17 minutos. [...]

En el [palabra ilegible] ya narrado me encontré con un linyera que hacía la siesta debajo de una alcantarilla y que se despertó con el bochinche. Iniciamos la conversación y en cuanto se enteró de que era estudiante se encariñó conmigo. Sacó un termo sucio y me preparó un mate cocido con azúcar como para endulzar a una solterona. Después de mucho charlar y de contarnos mutuamente una serie de peripecias, quizá con algo de verdad, pero muy adornadas, se acordó de sus tiempos de peluquero y notando mi porra algo crecida, peló unas tijeras herrumbradas y un peine sucio y dio comienzo a su tarea. Al promediar la misma yo sentía en la cabeza algo raro y temía por mi integridad física, pero nunca imaginé que un par de tijeras fuera un arma tan peligrosa. Cuando me ofreció un espejito de bolsillo casi caigo de espaldas, la cantidad de escaleras era tal que no había un lugar sano.

Llevé mi cabeza pelada como si fuera un trofeo a casa de las Aguilar, cuando fui a visitar a Ana María, mi hermana, pero para mi sorpresa casi no dieron importancia a la pelada y se maravillaron de que hubiera tomado el mate que me daban. En cuestión de opiniones no hay nada escrito.

Después de unos días de ocio, esperando a Tomasito nos dirigimos a Tanti. El lugar elegido no tenía nada de extraordinario pero estaba cerca de todos los abastecimientos, inclusive la vertiente de agua. Luego de dos días emprendimos un proyectado viaje a los Chorrillos, paraje que queda a unos 10 kilómetros de allí.[...]

El espectáculo de la caída de los Chorrillos desde una altura de unos 50 metros es de los que valen la pena entre los de las sierras cordobesas. El chorro cae desparramándose en hileras de cascaditas múltiples que botan en cada piedra hasta caer desperdigados en una hoya que se encuentra debajo, luego en profusión de saltos menores cae a una gran hoya natural, la mayor que haya visto en riachos de este tamaño, pero que desgraciadamente recibe muy poca luz solar, de modo que el agua es extremadamente fría y solo se puede estar allí unos minutos.

La abundancia de agua que hay en todas las laderas vecinas, de donde brota formando manantiales, hace el lugar sumamente fértil y existen profusión de helechos y otras hierbas propias de lugares húmedos que dan al paraje una belleza particular.

Fue en esta zona, sobre la cascada, donde hice mis primeras armas en alpinismo. Se me había metido entre ceja y ceja bajar el chorrillo por la cascada, pero tuve que desistir e iniciar el descenso por una cortada a pique, la más difícil que encontré, para sacarme el gusto. Cuando iba a mitad del recorrido me falló una piedra y rodé unos 10 metros en medio de una avalancha de piedras y cascotes que caían conmigo.

Cuando logré estabilizarme, luego de romper varios [palabra ilegible] tuve que iniciar el ascenso porque me era imposible bajar más. Allí aprendí la ley primera del alpinismo: Es más fácil subir que bajar. El amargo sabor de la derrota me duró todo el día, pero al siguiente me tiré desde unos cuatro metros y unos dos metros (¿al menos?) en setenta centímetros de agua.

Lo que me borró el sabor amargo del día anterior.

Ese día y parte del siguiente llovió mucho [...] de modo que resolvimos levantar la carpa. Casi a eso de las 5 1/2, cuando con gran pachorra íbamos envolviendo los cachivaches, [...] se oyó el primer sonido gangoso del arroyo que bramaba. De las casas vecinas salieron gritando: “Viene el arroyo, viene al arroyo” Todo el campamento nuestro era una romería, los tres llevábamos y traíamos cosas. A último momento el Grego Granado toma de las puntas a la cobija y se lleva todo lo que quedaba mientras Tomás y yo recobramos las estacas a toda velocidad. Ya se venía la ola sobre nosotros y la gente del costado nos gritaba: “Dejen eso, locos”, y algunas palabras no muy católicas. Faltaba sólo una soga y en ese momento yo tenía el machete en la mano. No pude con el genio y en medio de la expectativa de todos lancé un “A la carga, mis valientes”, y con un cinematográfico hachazo corté la piola. Sacábamos todo al costado cuando pasó la ola bramando furiosamente y mostrando su ridícula altura de un metro y medio entre una serie interminable de ruidos atronadores.

Me largué a las cuatro de la tarde del 29 de enero, y luego de una corta etapa en Colonia Caroya seguí viaje hasta San José de la Dormida, donde hice honor al nombre; echándome al costado del camino y pegándole una noche magnífica hasta las 6 de la mañana del día siguiente.

Pedaleé de allí unos 5 kilómetros hasta encontrar una casita en la que me vendieron un litro de nafta.

Inicié en segunda el tramo final hasta San Francisco del Chañar. Al motorcito se le ocurrió espantarse en una cuesta pronunciada y dejarme a pedal unos 5 kilómetros, todos con repecho, pero al fin me vi en el medio del pueblo, desde donde la camioneta del sanatorio me llevó hasta allí.

Al día siguiente fuimos a visitar a uno de los [ilegible] de Alberto Granado con un doctor Rossetti y a la vuelta me caí rompiendo 8 rayos de la bicicleta, quedando varado cuatro días más de lo pensado hasta que me la compusieron [...]

Habíamos resuelto partir el sábado [...] con Alberto Granado después de una milonga o copetín en lo de un señor X, senador por el departamento; capo del distrito, una especie de señor de horca y cuchillo adaptado a los tiempos modernos [...]

Nos pasamos toda la mañana tratando de coordinar la forma de ir rápido y al final, por la tardecita, resolvimos salir, yo en la bicicleta y él [Alberto] con un compañero en la moto, pero antes resolvimos tomar un vermouth que allí había y que estaba especial. [...] Como no había hielo el petiso fue a buscar, y al no encontrar me enfermó a mí y pidió hielo para una bolsa en casa del senador, trajo los cubitos y nos dispusimos a tomar con potencia inusitada, pero quiso la mala suerte que la señora del senador se acordara repentinamente de que necesitaba un remedio y fuera personalmente a buscarlo. Cuando nos dimos cuenta de la augusta presencia ya era tarde, a pesar de todo me tiré boca abajo en el colchón y me agarré la cabeza con un gesto dolorido y desesperado, yo lo hice por ejercitar mis dotes de actor, porque ya sabía el resultado nulo [...]

A las 4 de la tarde, con el sol un poco bajo, salimos con rumbo a Ojo de Agua, ya que Alberto había disminuido sus pretensiones hasta acomodarlas a la altura modesta de esos 55 kilómetros; el viaje, lleno de peripecias, fue cubierto en 4 horas debido a las continuas pinchaduras que sufrí.

En Ojo de Agua me recomendaron al director de un hospital menor y allí conocí al administrador, un señor Mazza, hermano del senador cordobés en cuya mesa comí. Muy cordial la familia me recibieron magníficamente a pesar de no tener la más mínima idea de mi procedencia y simpatizó mucho con la idea del raid.

Después de haber dormido unas 8 horas y previa una buena alimentación emprendí mi viaje hacia las famosas Salinas Grandes, el Sahara argentino. Las unánimes declaraciones de mis oficiosos informantes afirmaban que con el medio litro de agua que llevaba me sería imposible cruzar las Salinas, pero la mezcla bien batida de irlandés y gallego que corre por mis venas hizo que me empeñara en esa cantidad y con ella partí.

En esta parte el panorama de Santiago hace recordar algunas zonas del norte de Córdoba, del que lo separa una mera línea imaginaria. A los costados del camino se levantan enormes cactus de los 6 metros, que parecen enormes candelabros verdes. La vegetación es abundante y se ven señales de fertilidad, pero poco a poco el panorama va variando, el camino se hace más polvoriento y escabroso, la vegetación empieza a dejar atrás a los quebrachos y ya insinúa su dominio la jarilla; el sol cae a plomo sobre mi cabeza y rebotando contra el suelo me envuelve en una ola de calor. Elijo una frondosa sombra de un algarrobo, y me tiro durante una hora a dormir; luego me levanto, tomo unos mates y sigo viaje. Sobre el camino el mojón que marca el kilómetro 1 000 de la ruta 9 me da un saludo de bienvenida, un kilómetro después se inicia el completo dominio de la jarilla, estoy en el Sahara y de pronto, oh, sorpresa, el camino que tiene el privilegio de ser uno de los más malos que recorrí, se troca en un magnífico camino abovedado, parejo y firme, donde el motor se regodea y marcha a sus anchas.

Pero no es la única sorpresa que me depara el [¿seno?] del centro de la República, también el hecho de encontrar un rancho cada 4 ó 5 kilómetros me hace pensar un poco si estaré o no en este trágico lugar. Sin embargo el océano que compone la tierra teñida de plata y su melena verde no deja dudas. De trecho en trecho, como despatarrado centinela, surge la vigilante figura de un cactus.

En dos horas y media hago los 80 kilómetros de salina y allí me llevo otra sorpresa: al pedir un poco de agua fresca para cambiar la recalentada de mi cantimplora me entero de que el agua potable se encuentra a sólo 3 metros de profundidad y en forma abundante; evidentemente la fama es algo que está supeditado a impresiones subjetivas, si no se explica esto: buenos caminos, profusión de ranchos y agua a 3 metros. No es tan poco.

Entrada la noche llego a Loreto, pueblo de varios miles de almas, pero que se encuentra en gran estado de atraso.

El oficial de policía que me atendió cuando fui a pedir alojamiento para pasar la noche me informó que no había ni un solo médico en el pueblo, y al enterarse de que estaba en quinto año de Medicina, me dio el saludable consejo de que me instalara como curandero en el pueblo: “Ganan muy bien y hacen un favor” [...]

Temprano emprendí el viaje, y caminando a ratos por un camino PÉSIMO y otros por un afirmado muy bueno aquí me separé para siempre de mi cantimplora que un bache traidor se llevó, llegué a Santiago, donde fui muy bien recibido por una familia amiga.

Allí se me hizo el primer reportaje de mi vida, para un diario de Tucumán, y el autor fue un señor Santillán, que me conoció en la primera parada que hice en la ciudad [...]

Ese día conocí la ciudad de Santiago [...] cuyo calor infernal espanta a sus moradores y los encierra en sus casas, hasta bien entrada la tarde, hora en que salen a buscar la calle, forma de hacer sociedad.

Más bonito me pareció el pueblo de La Banda, separado por el ancho del río Dulce, que tiene un cañadón de un kilómetro, aunque la mayoría del año no corra [agua] Existe entre dos ciudades un marcado antagonismo que se vio reflejado en un partido de básquet que enfrentara a cuadros de estas vecinas localidades. [...]

A las nueve de la mañana del día siguiente continué rumbo a Tucumán adonde llegué bien entrada la noche.

En un lugar del camino me sucedió una cosa curiosa mientras paraba a inflar una goma, a unos mil metros de un pueblo, apareció un linyera debajo de una alcantarilla cercana y naturalmente iniciamos la conversación.

Este hombre venía de la cosecha de algodón en el Chaco y pensaba, luego de vagar un poco, dirigirse a San Juan, a la vendimia. Enterado de mi plan de recorrer unas cuantas provincias y luego de saber que mi hazaña era puramente deportiva, se agarró la cabeza con aire desesperado: “Mamá mía, ¿toda esa fuerza se gasta inútilmente usted?”[...]

Reanudé mi marcha hacia la capital tucumana. Como una fugaz centella de esas que caminan 30 kilómetros por hora, pasé por la majestuosa ciudad tucumana y tome inmediatamente el camino a Salta, pero me sorprendió el agua y aterricé humildemente en el cuartel, en los arsenales, a unos 10 ó 15 kilómetros de Tucumán, de donde partí a las 6 de la mañana rumbo a Salta.

El camino a la salida de Tucumán es una de las cosas más bonitas del norte [argentino]: Sobre unos 20 kilómetros de buen pavimento se desarrolla a los costados una vegetación lujuriosa, una especie de selva tropical al alcance del turista, con multitud de arroyitos y un ambiente de humedad que le confiere el aspecto de una película de la selva amazónica. Al entrar bajo esos jardines naturales, caminando en medio de lianas, pisoteando helechos y observando como todo se ríe de nuestra escasa cultura botánica, esperamos en cada momento oír el rugido de un león, ver la silenciosa marcha de la serpiente o el paso ágil de un ciervo y de pronto se escucha el rugido, poco intenso, y constante se reconoce en él el canto de un camión que sube la cuesta.

Parece que el rugido rompiera con fragor de cristalería el castillo de mi ensueño y me volviera a la realidad. Me doy cuenta entonces de que ha madurado en mí algo que hacía tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: y es el odio a la civilización, la burda imagen de gentes moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo se me ocurre como la antítesis odiosa de la paz, de esa [ilegible] en que el roce silencioso de las hojas forma una melodiosa música de fondo.

 

Vuelvo al camino y continúo mi marcha. A las 11 ó 12 llego a la policía caminera y paro un rato a descansar. En eso llega un motociclista con una Harley Davidson, nuevita, me propone llevarme a rastras. Yo le pregunto la velocidad. “Y, despacio, lo puedo llevar a 80 ó 90.” No, evidentemente ya he aprendido con el costillar la experiencia de que no se puede sobrepasar los 40 kilómetros por hora cuando se va a remolque, con la inestabilidad de la carga y en caminos accidentados.

Rehúso y luego de dar las gracias al [tachado] que me convidara con un jarro de café, sigo apurando el tren, esperando llegar a Salta en el día. Tengo 200 kilómetros todavía, de modo que hay que apurarse.

Cuando llego a Rosario de la Frontera hago un encuentro desagradable, de un camión bajan la motocicleta Harley Davidson en la comisaría. Me acerco y pregunto por el conductor. Muerto, es la respuesta.

Naturalmente que el pequeño problema individual que entraña la oscura muerte de este motociclista no alcanza a tocar los resortes de las fibras sensibleras de las multitudes, pero el saber que un hombre va buscando el peligro sin tener siquiera ese vago aspecto heroico que entraña la hazaña pública y a la vuelta de una curva muere sin testigos, hace aparecer a este aventurero desconocido como provisto de un vago “fervor” suicida. Algo que podría tornar interesante el estudio de su personalidad, pero que lo aleja completamente del tema de estas notas.

De Rosario de la Frontera a Metán el camino pavimentado me ofrece el descanso de su lisura, para prepararme al tramo Metán-Salta, con una bien provista dosis de paciencia para [¿apuntar?] “serruchos”.

Con todo, lo malo de esta zona, en cuanto a caminos se refiere se ve compensado por los magníficos panoramas [¿de qué se viste?] Entramos en plena zona montañosa y a la vuelta de cada curva algo nuevo nos maravilla. Ya cerca de Lobería tengo oportunidad de admirar uno de los paisajes más bonitos de las rutas: al borde del camino hay una especie de puente de ferrocarril, sostenido sólo por los tirantes, y debajo del cual corre el río Juramento. La orilla está llena de piedras de todos colores y las grisáceas aguas del río corren turbulentas entre escarpadas orillas de magnífica vegetación. Me quedo un rato largo mirando el agua [...] Es que en la espuma gris que salta como chispas del choque contra las rocas y vuelve al remolino en una sucesión total está la invitación a tirarse allí y ser mecido brutalmente por las aguas y dan ganas de gritar como un condenado sin necesidad apenas de pensar lo que se dice.

Subo la ladera con una suave melancolía y el grito de las aguas de las que me alejo parecen reprocharme mi indigencia amorosa, me siento un solterón empedernido. Sobre mi filosófica barba a lo Jack London la chiva más grande del hato se ríe de mi torpeza de trepador y otra vez el áspero quejido de un camión me saca de mi meditación de ermitaño.

Entrada la noche subo la última cuesta y me encuentro frente a la magnífica ciudad de Salta en cuyo desmedro sólo debe anotarse el hecho de que dé la bienvenida al turista la geométrica rigidez del cementerio.

[...] me presento al hospital [...] como un “Estudiante de Medicina medio pato, medio raidista y cansado” Me dan como casa una Rural con mullidos asientos y encuentro la cama digna de un rey. Duermo como un lirón hasta las 7 de la mañana en que me despiertan para sacar el coche. Llueve torrencialmente, se suspende el viaje. Por la tarde a eso de las 2 para la lluvia y me largo hacia Jujuy pero a la salida de la ciudad había un enorme barrial provocado por la fortísima precipitación pluvial y me es imposible seguir adelante. Sin embargo consigo un camión y me encuentro con que el conductor es un viejo conocido; después de unos kilómetros nos separamos, él seguía hasta Campo Santo a buscar cemento y yo proseguí la marcha por el camino llamado La Cornisa.

El agua caída se juntaba en arroyitos que cayendo de los cerros cruzaban el camino yendo a morir al Mojotoro, que corre al borde del camino; no era este un espectáculo imponente similar al de Salta en el [río] Juramento, pero su alegre belleza tonifica el espíritu. Luego de separarse de este río entra el viajero en la verdadera zona de La Cornisa, en donde se comprueba la majestuosa belleza de los cerros empenachados de bosque verde. Las abras se suceden sin interrupción y con el marco del verdor cercano, se ve entre los claros del ramaje el llano verde y alejado, como visto a través de un anteojo de otra tonalidad.

El follaje mojado inunda el ambiente de frescura, pero no se nota esa humedad penetrante, agresiva, de Tucumán, sino algo más naturalmente fresco y suave. El encanto de esa tarde calurosa y húmeda, templado por la tupida selva [...] me transportaba a un mundo de ensueños, un mundo alejado de mi posición actual, pero cuyo camino de retorno yo conocía bien y no estaba cortado por esos abismos de niebla que suelen ostentar los reinos de los Buenos. [...]

Hastiado de belleza, como en una indigestión de bombones, llego a la ciudad de Jujuy, molido por dentro y por fuera y deseoso de conocer el valor de la hospitalidad de esta provincia, ¿qué mejor ocasión que este viaje para conocer los hospitales del país?

Duermo magníficamente en una de las salas, pero antes debo rendir cuenta de mis conocimientos medicinales y munido de unas pinzas y un poco de éter me dedico a la apasionante caza de [ilegible] en la rapada cabeza de un chango.

Su quejido monocorde lacera mis oídos como un fino estilete, mientras mi otro yo científico cuenta con indolente codicia el número de mis [¿muertos?] enemigos. No alcanza a comprenderse como ha podido el negrito de apenas 2 años llenarse en esa forma de larvas; es que queriendo hacerlo no sería fácil conseguirlo. [...]

Me meto en la cama y trato de hacer del insignificante episodio una buena base para mi sueño de paria [...]

El magnífico nuevo día me alumbra y me invita a seguir, el ronroneo mimoso de mi bicicleta se pierde en la soledad e inicio el regreso por el camino del bajo que me lleva al Campo Santo, nada digno de mención sucede en este lapso y sólo es digno de destacar la maravilla del paisaje en la Cuesta del Gallinato, mejor aún si cabe, son las vistas aquí que en La Cornisa, porque se abarca más con la mirada y esto le da un aspecto de grandeza que pierde un poco la otra.

Llego a Salta a las dos de la tarde y paso a visitar a mis amigos del hospital, quienes al saber que hice todo el viaje en un día se maravillaron, y entonces “qué ves” es la pregunta de uno de ellos. Una pregunta que queda sin contestación porque para eso fue formulada y porque no hay nada que contestar, porque la verdad es que, que veo yo; por lo menos, no me nutro con las mismas formas que los turistas y me extraña ver en los mapas de propaganda, de Jujuy por ejemplo: el Altar de la Patria, la catedral donde se bendijo la enseña patria, la joya del púlpito y la milagrosa virgencita de Río Blanco y Pompeya, la casa en que fue muerto Lavalle, el Cabildo de la revolución, el Museo de la provincia, etc. No, no se conoce así un pueblo, una forma y una interpretación de la vida, aquello es la lujosa cubierta, pero su alma está reflejada en los enfermos de los hospitales, los asilados en la comisaría o el peatón ansioso con quien se intima, mientras el Río Grande muestra su crecido cauce turbulento por debajo. Pero todo esto es muy largo de explicar y quién sabe si sería entendido. Doy las gracias y me dedico a visitar la ciudad que no conocí bien a la ida.

Al anochecer me arrimo a la dotación policial que está a la salida de la ciudad y pido permiso para pasar la noche allí. Mi idea es tratar de hacer la parte montañosa en camión para salvarme de esas penosas trepadas en los malos caminos, vadeando un río y varios arroyos crecidos, pero me desaniman pronto, es sábado y muy difícil que pase algún camión, ya que todos pasan temprano para llegar a Tucumán el domingo de mañana.

Resignado me pongo a charlar con los agentes y me muestran el famoso Anopheles hembra, en cuerpo presente, el larguirucho animal, estilizado y grácil, no me hace el aspecto de ser el poseedor del terrible flagelo palúdico.

La luna llena muestra su exuberancia subtropical, lanzando torrentes de luz plateada que dan una semipenumbra muy agradable, su salida aumenta la verborragia del agente, quien se explaya sobre consideraciones filosóficas, para caer en un cuento de un sucedido.

Este personaje oyó el otro día galope de la caballada y ladridos de perros, salió con la linterna y el revólver y se apostó estratégicamente, pasó nuevamente la caballada, acompasando el ladrido de los perros y tras su bulla, como explicación, apareció un mulo negro de inmensas orejas que parsimoniosamente seguía a la tropa. El coro de ladridos aumentó su intensidad y nuevamente la tropilla escapó ruidosamente. El mulo, indiferente, enderezó con rumbo nuevo y al enorquetarse la luna entre las varillas de sus orejas sintió un frío agudo que le recorría el espinazo.

Interrumpió el agente viejo a su compañero con esta sabia sentencia: “Debe ser un ánima que está en el mulo” y como receta aconsejó la muerte del animal para liberarla. ¿Y qué puede pasar? “Nada. Al contrario, te lo va a agradecer, que más quiere” Prescindiendo del motivo humanitario, yo, educado con los cuentos de justicia, propiedad, ruidos molestos, etc., aventuré la tímida objeción de que el dueño y los vecinos no estarían muy contentos con la hazaña.

Me miraron en una forma que me dio vergüenza. Cómo iba a tener dueño ese mulo y aunque lo tuviera, quien no estaría contento de dejar en libertad un alma. La otra objeción ni se molestaron en destruirla.

Los tres quedamos mirando la luna que mostraba toda su magnificencia desparramando penumbras plateadas sobre los cerros. La fresca noche salteña se llenó de música de sapos y arrullado por su cántico eché un sueñito corto.

A las 4 me despedí de los agentes y empecé la trabajosa jornada hacia Tucumán. Los frenos de la bicicleta me estaban dando trabajo, de modo que tenía que andar con cuidado en las cuestas, ya que no sabía lo que podía encontrar en el otro lado de una curva o al final de la misma, ya que el farol era insuficiente para mostrármelo.

A eso de las 7 de la mañana tuve una agradable sorpresa, una larga hilera de camiones, uno detrás de otro, estaban empantanados, los conductores recién se despertaban y entre ellos formaban conciliábulo. Me acerqué a curiosear en la rueda y oh, sorpresa, mi viejo amigo Luchini el camionero también era de la partida.

Empezaron las pullas y los contrapuntos y enseguida se formalizó la apuesta: yo saldría inmediatamente y si era alcanzado antes del asfalto que lleva a Tucumán, mala suerte, pero si ellos no me podían alcanzar esperaría allí para que me dieran una regia comida con todas las de la ley. Se acabaron los paisajes, la falta de frenos, los serruchos, las curvas peligrosas, el cansancio, la sed: ante mí fulguraba el esplendor del banquete y cada paso que daba hacia la meta me parecía ver más grande un regio pollo jugoso rodeado de unas apetitosas papas asadas.




* Argentinismo que significa caerse de un vehículo o caballo.