VIDA Y OBRA

FORMACIÓN /

APUNTE DE VIAJE

LA SONRISA DE LA GIOCONDA

por Ernesto Guevara de la Serna

Relato de su primer viaje por América Latina (1951-1952), publicado en el libro Notas de viaje

Esta era una nueva parte de la aventura; estábamos acostumbrados a llamar la atención de los ociosos con nuestros originales atuendos y la prosaica figura de la Poderosa II* cuyo asmático resoplido llenaba de compasión a nuestros huéspedes, pero, hasta cierto punto, éramos los caballeros del camino. Pertenecíamos a la rancia aristocracia “vagueril” y traíamos la tarjeta de presentación de nuestros títulos que impresionaban inmejorablemente. Ahora no, ya no éramos más que dos linyeras** con el “mono” a cuestas y con toda la mugre del camino condensada en los mamelucos, resabio de nuestra aristocrática condición pasada. El conductor del camión nos había dejado en la parte alta de la ciudad, a la entrada, y nosotros, con paso cansino, arrastrábamos nuestros bultos calle abajo seguidos por la mirada divertida e indiferente de los transeúntes. El puerto mostraba a lo lejos su tentador brillo de barco mientras el mar, negro y cordial, nos llamaba a gritos con su olor gris que dilataba nuestras fosas nasales. Compramos pan – el mismo que tan caro nos parecía en ese momento y encontraríamos tan barato al llegar más lejos aún-, y seguimos calle abajo. Alberto mostraba su cansancio y yo, sin mostrarlo, lo tenía tan positivamente instalado como el suyo, de modo que al llegar a una playa para camiones y automóviles asaltamos al encargado con nuestras caras de tragedia, contando con el florido lenguaje de los padecimientos soportados en la ruda caminata desde Santiago. El viejo nos cedió un lugar para dormir, sobre unas tablas, en comunidad con algunos parásitos de esos cuyo nombre acaba en Hominis, pero bajo techo; atacamos al sueño con resolución. Sin embargo, nuestra llegada había impresionado el oído de un compatriota instalado en la fonda adjunta, el que se apresuró a llamarnos para conocernos. Conocer en Chile significa convidar y ninguno de los dos estaba en condiciones de rechazar el maná. Nuestro paisano demostraba estar profundamente compenetrado con el espíritu de la tierra hermana y consecuentemente, tenia una curda de órdago. Hacía tanto tiempo que no comía pescado, y el vino estaba tan rico, y el hombre era tan obsequioso; bueno, comimos bien y nos invitó a su casa para el día siguiente.

 

Temprano La Gioconda abrió sus puertas y cebamos nuestros mates charlando con el dueño que estaba muy interesado en el viaje. Enseguida, a conocer la ciudad. Valparaíso es muy pintoresca, edificada sobre la playa que da a la Bahía, al crecer, ha ido trepando los cerros que mueren en el mar. Su extraña arquitectura de zinc, escalonada en gradas que se unen entre sí por serpenteantes escaleras o por funiculares, ve realzada su belleza de museo de manicomio por el contraste que forman los diversos coloridos de las casas que se mezclan con el azul plomizo de la bahía. Con paciencia de disectores husmeamos en las escalerillas sucias y en los huecos, charlamos con los mendigos que pululan: auscultamos el fondo de la ciudad. Las mismas que nos atraen. Nuestras narices distendidas captan la miseria con fervor sádico.

 

Visitamos los barcos en el muelle para ver si alguno sale hacia la Isla de Pascua pero las noticias son desalentadoras, ya que hasta dentro de 6 meses no sale ningún buque en esa dirección. Recogemos vagos datos de unos aviones que hacían vuelos una vez por mes.

¡La Isla de Pascua! La imaginación detiene su vuelo ascendente y que va dando vueltas en torno a ella: “allí tener un ‘novio’ blanco es un honor para ellas”: “ allí, trabajar, qué esperanza, las mujeres hacen todo, uno come, duerme y las tiene contentas”. Ese lugar maravilloso donde el clima es ideal, las mujeres ideales, la comida ideal, el trabajo ideal (en su beatífica inexistencia). Que importa quedarse un año allí, qué importan estudios, sueldos, familia, etc. Desde un escaparate una enorme langosta de mar nos guiña un ojo, y desde las cuatro lechugas que le sirven de lecho nos dice con todo su cuerpo: “soy de la Isla de Pascua: allí donde está el clima ideal, las mujeres ideales...”

 

En la puerta de La Gioconda esperábamos pacientemente al compatriota que no daba señales de vida, cuando el dueño se comidió a hacernos entrar para que nos diera el sol y acto seguido nos convidó con uno de sus magníficos almuerzos a base de pescado frito y sopa de agua. De nuestro coterráneo no tuvimos más noticias en toda nuestra estadía en Valparaíso, pero nos hicimos íntimos del dueño del boliche. Este era un tipo extraño, indolente y lleno de una caridad enorme para cuanto bicho viviente fuera de lo normal se acercara hasta su puerta, cobraba sin embargo, a precio de oro, a los clientes normales, las cuatro porquerías que despachaba en su negocio. En los días que nos quedamos allí no pagamos un centavo y nos llenó de atenciones; hoy por ti, mañana por mí... era su dicho preferido, lo que no indicaría gran originalidad pero era muy efectivo.

 

Tratábamos de establecer contacto directo con los médicos de Petrohué pero estos, vueltos a sus quehaceres y sin tiempo para perder, nunca se avenían a una entrevista formal, sin embargo ya los habíamos localizado más o menos bien y esa tarde nos dividimos: mientras Alberto les seguía los pasos yo me fui a ver una vieja asmática que era clienta de La Gioconda. La pobre daba lástima, se respiraba en su pieza ese olor acre de sudor concentrado y patas sucias, mezclado al polvo de unos sillones, única paquetería de la casa. Sumaba a su estado asmático una regular descompensación cardíaca. En estos casos es cuando el médico consciente de su total inferioridad frente al medio, desea un cambio de cosas, algo que suprima la injusticia que supone el que la pobre vieja hubiera estado sirviendo hasta hacía un mes para ganarse el sustento, hipando y penando, pero manteniendo frente a la vida una actitud erecta. Es que la adaptación al medio hace que en las familias pobres el miembro de ellas incapacitado para ganarse el sustento se vea rodeado de una atmósfera de acritud apenas disimulada; en ese momento se deja de ser padre, madre o hermano para convertirse en un factor negativo en la lucha por la vida y como tal, objeto del rencor de la comunidad sana que le echará su enfermedad como si fuera un insulto personal a los que deben mantenerlo. Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo; hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea. Hasta cuándo seguirá este orden de cosas basado en un absurdo sentido de casta es algo que no está en mí contestar pero es hora de que los gobernantes dediquen menos tiempo a la propaganda de sus bondades como régimen y más dinero, muchísimo más dinero, a solventar obras de utilidad social. Mucho no puedo hacer por la enferma: simplemente le doy un régimen aproximado de comidas y le receto un diurético y unos polvos antiasmáticos. Me quedan unas pastillas de dramamina y se las regalo. Cuando salgo, me siguen las palabras zalameras de la vieja y las miradas indiferentes de los familiares.

 

Alberto ya cazó al médico: al día siguiente a las 9 de la mañana hay que estar en el hospital. En el cuartucho que sirve de cocina, comedor, lavadero, comedero y meadero de perros y gatos, hay una reunión heterogénea. El dueño, con su filosofía sin sutileza, Doña Carolina, vieja sorda y servicial que dejó nuestra pava parecida a una pava, un mapucho borracho y débil mental, de apariencia patibularia, dos comensales más o menos normales y la flor de la reunión: Doña Rosita, una vieja loca. La conversación gira en torno a un hecho macabro que Rosita ha sido testigo: porque parece que ha sido la única que observó el momento en que a su pobre vecina un hombre con gran cuchillo la descueró íntegramente.

-Y, ¿gritaba su vecina, Doña Rosita?

-Imagínese. Como para no gritar, ¡la pelaba viva! Y eso no es todo, después la llevó hasta el mar y la tiró a la orilla para que se la llevara el agua. ¡Ay, sí, oír gritar a esa mujer partía el alma señor, si usted viera!

-¿Por qué no avisó a la policía, Rosita?

-¿Para qué? ¿Se acuerda cuando la pelaron a su prima?, bueno, fui a hacer la denuncia y me dijeron que estaba loca, que me dejara de cosas raras porque sino me iban a encerrar, fíjese. No, yo no aviso más a la gente esa. Después de un rato la conversación gira sobre el -enviado de Dios- , un prójimo que usa los poderes que le ha dado el Señor para curar la sordera, la mudez, la parálisis, etc., luego pasa el platillo. Parece que el negocio no es más malo que otros del montón. La publicidad de los pasquines es extraordinaria y la credulidad de la gente también, pero eso sí, de las cosas que veía Doña Rosita se reían con toda la tranquilidad del mundo.

El recibimiento de los médicos no fue exageradamente amable, pero logramos nuestro objetivo pues nos dieron una recomendación para Molina Luco, el intendente de Valparaíso y tras de despedirnos con todas las ceremonias posibles, nos dirigimos a la intendencia. Nuestro aspecto comatoso, impresionó desfavorablemente a la ordenanza que nos introdujo, pero había recibido órdenes de dejarnos pasar. El secretario nos mostró la copia de una carta que había mandado en contestación a la nuestra en donde nos explicaban lo imposible de la empresa ya que había salido el único barco que hacía el recorrido y hasta dentro de un año no había otro. Enseguida pasamos al suntuoso salón del Dr. Molina Luco quién nos recibió muy amablemente. Daba sin embargo la impresión de que tomara la escena como dentro de una pieza teatral y cuidaba mucho la dirección de sus recitados. Solamente se entusiasmó cuando habló de la Isla de Pascuas, la que el había arrebatado a los ingleses probando que pertenecía a Chile. Nos recomendó que estuviéramos al tanto de lo que pasaba, que el año siguiente nos llevaría. –Aunque ya no esté aquí, siempre soy el presidente de la sociedad de amigos de la Isla de Pascuas-, nos dijo, como una tácita confesión de la derrota electoral de González Videla. Al salir nos indicó el ordenanza que lleváramos el perro, y ante nuestra extrañeza nos mostró un cachorrito que había hecho su necesidad sobre la alfombra del vestíbulo y mordisqueaba la pata de una silla. Probablemente el perro nos siguió, atraído por nuestro aspecto de vagabundos y los porteros lo consideraron una indumentaria más de nuestro estrafalario atavío. Lo cierto es que el pobre animal, al quedar desligado de los lazos que nos unía recibió un buen par de patadas y lo sacaron aullando. Siempre era un consuelo el saber que habían seres cuyo bienestar dependiera de nuestra tutela.

 

Ahora empeñados en eludir el desierto del norte de Chile viajando por mar nos dirigimos a todas las compañías navieras solicitando pasaje de garrón* para los puertos del norte. En una de ellas, el capitán nos prometió llevarnos si conseguíamos permiso de navegación marítima para pagarnos el pasaje trabajando. Por supuesto, la respuesta fue negativa y estábamos como al principio. En ese momento Alberto tuvo una decisión heroica que me comunicó enseguida: subirnos al barco de prepo** y escondernos en la bodega.

 

Pero había que esperar la noche para hacerlo mejor, convencer al marinero de planchada y esperar los acontecimientos. Recogimos nuestros bultos evidentemente demasiado para la empresa, y tras de despedirnos con grandes muestras de pesar de todas las muchachas cruzamos el portón que guarda el puerto y nos metimos quemando naves, en la aventura de viaje marítimo.

 

 

* Motocicleta empleada al inicio del recorrido.

** Vago, en lenguaje popular argentino.

* argentinismo que significa de gratis.

** argentinismo, contracción de prepotente.