VIDA Y OBRA
FORMACIÓN /
APUNTE DE VIAJE
ACOTACIÓN AL MARGEN
por Ernesto Guevara de la Serna
Relato de su primer viaje por América Latina (1951-1952), publicado en el libro Notas de viaje
Las estrellas veteaban de luz el cielo de aquel pueblo serrano y el silencio y el frío materializaban la oscuridad. Era –no sé bien como explicarlo- como si toda sustancia sólida se volatilizara en el espacio etéreo que nos rodeaba, que nos quitaba la individualidad y nos sumía, yertos, en la negrura inmensa. No había una nube que, bloqueando una porción del cielo estrellado, diera perspectiva al espacio. Apenas a unos metros, la mortecina luz de una farol desteñía las tinieblas circundantes.
La cara del hombre se perdía en las sombras, solo emergían unos como destellos de sus ojos y la blancura de los cuatro dientes delanteros, todavía no sé si fue el ambiente o la personalidad del individuo el que me preparó para recibir la revelación, pero sé que los argumentos empleados los había oído muchas veces esgrimidos por personas diferentes y nunca me habían impresionado. En realidad, era un tipo interesante nuestro interlocutor; desde joven huido de un país de Europa para escapar al cuchillo dogmatizante, conocía el sabor del miedo (una de las pocas experiencias que hacen valorar la vida), después, rondando de país en país y compilando miles de aventuras había dado con sus huesos en la apartada región y allí esperaba pacientemente el momento del gran acontecimiento.
Luego de las frases triviales y los lugares comunes con que cada uno planteó su posición, cuando ya languidecía la discusión y estábamos por separarnos, dejó caer, con la misma risa del chico pícaro que siempre lo acompañaba, acentuando la disparidad de sus cuatro incisivos delanteros: “El porvenir es del pueblo y poco a poco o de golpe va a conquistar el poder aquí y en toda la tierra. Lo malo es que él tiene que civilizarse y eso no se puede hacer antes sino después de tomarlo. Se civilizará sólo aprendiendo a costa de sus propios errores que serán muy graves, que costarán muchas vidas inocentes. O tal vez no, tal vez no sean inocentes porque cometerán el enorme pecado contra natura que significa carecer de capacidad de adaptación. Todos ellos, todos los inadaptados, usted y yo, por ejemplo, morirán maldiciendo el poder que contribuyeron a crear con sacrificio, a veces enorme. Es que la revolución como su forma impersonal, les tomará la vida y hasta utilizará la memoria que de ellos quede como ejemplo e instrumento domesticatorio de las juventudes que surjan. Mi pecado es mayor, porque yo, más sutil o con mayor experiencia, llámelo como quiera, moriré sabiendo que mi sacrificio obedece sólo a una obstinación que simboliza la civilización podrida que se derrumba y que lo mismo, sin que se modificara en nada el curso de la historia, o la personal impresión que de mí mismo tenga, usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate, porque no es un símbolo (algo inanimado que se toma de ejemplo), usted es un auténtico integrante de la sociedad que se derrumba: el espíritu de la colmena habla por su boca y se mueve en sus actos; es tan útil como yo, pero desconoce la utilidad del aporte que hace a la sociedad que lo sacrifica.”
Vi sus dientes y la mueca picaresca con que se adelantaba a la historia, sentí el apretón de sus manos y, como murmullo lejano, el protocolar saludo de despedida. La noche, replegada al contacto de sus palabras, me tomaba nuevamente, confundiéndome en su ser; pero pese a sus palabras ahora sabía... sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo, y sé porque lo veo impreso en la noche que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. Y veo, como si un cansancio enorme derribara mi reciente exaltación, como caigo inmolado a la auténtica revolución estandarizadora de voluntades, pronunciando el “mea culpa” ejemplarizante. Ya siento mis narices dilatadas, saboreando el acre olor de pólvora y de sangre, de muerte enemiga; ya crispo mi cuerpo, listo a la pelea y preparo mi ser como un sagrado recinto para que en él resuene con vibraciones nuevas y nuevas esperanzas el aullido bestial del proletariado triunfante.
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